Manuela, Susana, las hermanas Pichiesther y la perturbada que “De repente” ameniza un viaje de larga distancia con sus gritos son algunas de las señoras grandes que aparecen en este libro. Ser una señora grande no es lo mismo que ser una gran señora, una verdadera dama, existencialmente aristocrática. No es tampoco ser una mujer con todas las de la ley, con los pies en la tierra y la belleza de la experiencia. Nadie quisiera ser descripta como una señora grande y mucho menos convertirse en una. Sin embargo, en los trece relatos que componen Señora grande, José Fraguas logra exponer gran parte de la magia de estas señoras y mostrarnos en qué consiste. Hay algo decididamente almodovariano en la descripción que hace Fraguas de unos barrios y de unos pueblos donde algunas señoras, un poco detenidas en el tiempo –o mejor: intempestivas-, adquirieron un gran magnetismo. Tienen el atractivo de ser no convencionales pero sin la impostura ni la pretensión. Lo que las hace grandes es su manera desorbitada de convivir con la adversidad y de dejarse afectar por ella. Porque aunque en sus rutinas no pasa demasiado, la palabra que más las acompaña es “dramatismo”. El dramatismo de los sentimentales, de los niños y de los borrachos, es decir, de los intensos.
La sensibilidad femenina, lacrimosa y desmesurada, –y por eso mismo teatral– contrasta con una escritura prudente que construye escenarios completos con escasos recursos. Elegidos con pericia, dos o tres objetos son suficientes para describir un entorno; dos o tres frases –copia fiel del discurso del otro- alcanzan para dibujar la coreografía de un personaje en escena. El narrador está muy atento, sabe escuchar y sabe recortar lo fundamental que, en última instancia, es siempre lo desopilante. Ese narrador es un chico. Tal vez sea el nene de ojos enormes que aparece en las ilustraciones de Santiago Erausquin –a quien está dedicado el libro-. No sería nada extraño porque a la mirada infantil vuelve continuamente. Incluso en los cuentos donde el narrador es más grande, regresa en algún momento a la infancia para contar una anécdota. Señora grande parece ser también, entonces, la que se ve posiblemente más grande de lo que realmente es desde la perspectiva de tal perspectiva: la del que está creciendo y escucha, no sin asombro, las conversaciones de los mayores; la del pequeño testigo que observa, que juega a ser grande, a copiar -imitar y documentar- el registro de los adultos. A su modo particular, el conjunto de todos los relatos de Señora grande es una novela de aprendizaje, un poco proustiana, en la que alguien recuerda aquellos días en los que estaba fascinado por la modesta excentricidad de su profesor de teatro o de dibujo, por el naturalista de los documentales de la tele o por una vieja actriz, eternamente en formación. Fascinado por sus figuras pero sobre todo por su discurso, un lenguaje común, que sin embargo los vuelve únicos. Como esos humildes cartelitos de las peceras del acuario en las que se detiene “Zoo”: etiquetas extremadamente caseras, anacrónicamente escritas a mano y con tinta borroneada, pero que hacen referencia e especies extraordinarias de ecosistemas privilegiados: el lago de Malawi o las selvas inundables de Igapó. Convertido en envoltura de lo maravilloso, el lenguaje cotidiano puede disparar la fantasía al infinito en cualquier parte. En el patio de una casa o en un zoológico de provincia donde los animales nos dan la espalda o permanecen tan quietos como si estuvieran muertos.
La relación con el pasado es decisiva en más de un sentido. Aparece en la relectura que hace el narrador de su niñez pero además en el culto de lo antiguo. Por eso las iglesias son “Lugares santos”. Soportan, majestuosas, el peso de los siglos igual que las señoras grandes soportan en sus piernas cansadas el paso de los años. El ejército de salvación también abre las puertas del antes. Su depósito ofrece el espectáculo de los juguetes y los muebles viejos y hasta nos permite tocar la mismísima ropa que usaban las señoras cuando no eran todavía tan grandes como ahora. Es posible asumir ese mundo ajeno como un estilo de vida. Pero para hacerlo propio sin tornarse decadente se necesita bastante humor. Los equecos, los enanos de jardín, los cementerios, las vacas-mascotas y las carpetitas crochet no son simples elementos de un decorado kitch. En un mismo movimiento aportan al universo representado en Señora grande tanta gracia como melancolía. Mantienen vivo el recuerdo de lo que ya no está y le sacan la lengua al imperativo social de agiornarse sin respiro. Todo ocurre como si la distancia que separa la nostalgia de la alegría no fuese más ancha que el filo de un cuchillo. Señora grande baila sosteniendo ese cuchillo en el aire. Su belleza es blandirlo lúdicamente para dejarnos ver que todos los extremos del sentimiento son afines a la locura.